Agmmandiel

El Camino de los Reinos

De qué trata el libro

Narra la historia de Maribel una niña de doce años, quien a través de sus aventuras durante la época navideña, nos transporta con su imaginación al mundo  donde lo maravilloso y lo fantástico se mezcla con la realidad.

Más que una historia familiar, Agmmandiel es un canto a la vida y una guía del crecimiento físico, espiritual e intelectual para los lectores que atraviesan por las tempranas etapas y se preparan para los retos de la vida. Historia rica en la mitología juvenil, así como en tradiciones locales y valores sociales.

De qué trata el Libro

Agmmandiel, El Camino de los Reinos, narra la historia de Maribel una niña de doce años, quien a través de sus aventuras durante la época navideña, nos transporta con su imaginación al mundo  donde lo maravilloso y lo fantástico se mezcla con la realidad.

Maribel, como lo hizo en AKUM, la magia de los sueños, debe enfrentar nuevos retos.

Convertida en detective debe defender su reputación y librarse de las injustas sospechas que pesan sobre ella, en su familia. La realidad, en el mundo a su alrededor le resulta a veces dolorosa pero Agmmandiel, el duende indio, la guía apoyando sus decisiones moral y espiritualmente. Maribel asiste a la iniciación de Agmmandiel como uno de los guardianes del camino de los reinos.

Más que una historia familiar, Agmmandiel es un canto a la vida y una guía del crecimiento físico, espiritual e intelectual para los lectores que atraviesan por las tempranas etapas y se preparan para los retos de la vida. Historia rica en la mitología juvenil, así como en tradiciones locales y valores sociales.

Capítulo I

Si puedes imaginarlo, puedes realizarlo.

                                              (Proverbio popular)

Hizo un esfuerzo por concentrarse en su proyecto, pero no pudo ignorar el villancico. Rigoberto no protestó, acostumbrado como estaba a la bulla de los pequeños, o tal vez, porque las canciones navideñas tenían aún el poder de enternecerlo. Como las fotos de un álbum o las notas musicales. Paseaban de la mano de su memoria. Le daban la ilusión de la niñez. Las navidades eran sus recuerdos más preciados en ausencia de sus padres biológicos. Sus padrastros no habían hecho un mejor trabajo, pero la brevedad de esos ratos de felicidad en la vida, hacían que un individuo sobreviviera al resto de sus amarguras.

Los ruidosos cánticos navideños de los chicos, provenientes del patio cubierto de la casona a la que recién se habían mudado, tenían la virtud de invocar la realidad paterna. Por unos minutos, su
imaginación voló para reconstruir los castillos de su infancia, o como en sus juegos de niño solitario se embarcó en la tarea de dibujar casas soñando que algún día sería arquitecto. Y así se le había ido su niñez y parte de su juventud: luchando por mantenerse a flote.

Sentado ante la mesa del comedor, Rigo, como le decían los amigos, trazó las últimas líneas y computó las últimas cifras concluyendo una etapa más en su importante proyecto. El programa radial que había inspirado el alboroto de sus hijos, transmitía ahora otro villancico tradicional al que se añadió el coro casero:

Zagalillos del valle venid
Pastorcitos del monte llegad
La esperanza que se ha prometido
Ya vendrá, ya vendrá, ya vendrá.

—¡Almuerzo listo! —escuchó decir a su esposa, Herminia, desde la cocina. El se dispuso a transmitir el mensaje a su familia en medio de una escena que no podía ser más decembrina: Fredito, el bebé de la casa, trataba de capturar las notas musicales en las burbujas de jabón que le soplaba Maribel, mientras Miriam ensartaba las tapas de botella achatadas a punta de piedra en el aro de alambre para dar así su forma final a la improvisada pandereta. En un intento menos exitoso por marcar el ritmo del villancico, Andreíta, silbaba el gorgorito plástico, consiguiendo solo rebosar el agua y empaparse con ella.

¿Dónde se había metido Mandi? Las niñas ignoraron la pregunta, ocupadas como estaban en seguir la canción.

La esperanza, la gloria y la dicha
La veremos en el que no duda
Desdichado de aquel que no acuda
Con la fe que le debe animar.

El olor a tortas de maíz atrajo a los pequeños como flautista seductor. Maribel acomodó a Fredito en su silla comedor. Cuando Herminia llegó con la bandeja, los niños ocupaban ya un puesto a lado y lado de la mesa. La esencia que despedía la cazuela y el espíritu de la artística creación culinaria producto de la inspiración materna, se adueñaron de la atmósfera.

Zagalillos del valle venid
Pastorcitos del monte llegad
La esperanza que se ha prometido
Ya vendrá, ya vendrá, ya vendrá

Segundos más tarde escucharon el tropel, proviniendo de la escalera a la entrada de la casa y
a Mandi tratando de cubrir en tiempo record, el amplio trecho de las gradas.

—¡Abran espacio al gamín! —instruyó el padre.

—¡No le digas así! —suplicó Andreíta.

—¿Qué hay de malo en eso? ¡Es una palabra que viene del francés! —se excusó Rigoberto.

—Mandi no es un gamín. ¡El tiene papás y casa! —agregó la niña.

Rigoberto sonrió ante la nobleza de Andreíta. Aún así no estaba muy seguro del talento de su hijo
para la disciplina. Era muy listo para algunas cosas, como por ejemplo para el fútbol, pero, paradójicamente, en el colegio no daba pie con bola. Le preocupaba la facilidad del chico para romper las reglas, las familiares, las escolares, cualquier regla. No obedecía las instrucciones, cometía errores crasos por su absoluta anarquía, aunque luego tratara de arreglar las cosas. Desafortunadamente ya era un experto en provocar el caos familiar.

Quería dar a sus hijos una mejor vida. Poder sentirse orgulloso, especialmente de su hijo. Proveerle una mejor educación que la que le habían dado a él. Que fuera profesional y siguiera su ejemplo de cooperación con la gente. Era eso lo que le ganaba popularidad a un individuo. Lo que restaba la posibilidad de problemas y enemigos. Lo que hacía al buen ciudadano. Al ciudadano productivo, no al dañino. Eran los elementos de su sermón básico. Con las niñas tenía menos problema,como no fuera con Maribel cuya imaginación la hacía más independiente, más librepensadora. Miriam era más estudiosa y obediente y en cuanto Andreíta, aparte de su sensibilidad y su nobleza, desde pequeña se había mostrado muy afecta a la coquetería femenina y eso la convertía en objeto de celebración entre los suyos. Con suerte, las niñas terminarían su educación, encontrarían un buen partido para casarse y continuarían la vida con su propia familia.
Fredito era aún muy pequeño, aunque ya daba señales de una personalidad aventurera. Hacia solo unos días les había causado el susto de sus vidas. Herminia había llamado de emergencia a su esposo a la oficina porque el niño había desaparecido. Muy pronto habían dado la alarma al vecindario, a la policía y toda la familia había salido a la calle en busca del niño, de cabellos rubios y ojos color miel, que se había escapado de la casa, no sabían cómo, si apenas si podía caminar. Su madre no quería ni pensar, angustiada como estaba, que alguien se lo hubiera robado. Dos horasmás tarde, cuando ya todos se daban por vencidos y asumían lo peor, el chiquillo había salido de la cavidad del mueble de los discos, la consola alemana de la que su padre se sentía tan orgulloso. Con una sonrisa pícara, Fredito parecía burlarse del mal momento que les había hecho pasara todos.

—Mi padece un budo—, dijo a media lengua y todos rieron aliviados.

La carrera de Mandi, tratando de llegar a tiempo a su puesto en la mesa del comedor, era la señal de que había concluido sus juegos callejeros y de que en un segundo exacto comenzaría a sonar la sirena de los bomberos anunciando el mediodía.

—¡Lávese las manos! —demandó el papá sin darle tregua.

—¡Fó! Mandi huele a puro polvo —exclamó Andreíta, preludio de su estornudo.

—Será a pólvora —corrigió Maribel con gesto de repugnancia.

—Y ¿ustedes? ¿Ya se lavaron las manos?—cuestionó Rigoberto poniendo punto final a la recriminación del chico.

—¡Si señor! —contestó el respetuoso coro ante la severa mirada del papá.

Aprovechando que tenía una audiencia cautiva en la mesa, Rigo lanzó la pregunta que venía revoloteando por su mente desde hacía rato.

—¿Ha visto alguien la underwood?

Los niños miraron a su padre fijamente para determinar la seriedad de la pregunta.

—No encuentro la máquina de escribir. ¿La movió alguien del escritorio?

Se miraron entre sí. Encogieron los hombros. Posaron la mirada en la hermana mayor. Maribel se levantó de la mesa, se llegó corriendo al cuarto de la biblioteca, esperando encontrar el dichoso aparato en su puesto. Un vacío enorme recorrió su estómago: en el vidrio que reposaba antes la
máquina de escribir había solo un finísimo marco formado por efecto de la luz.

—¡No está! —agitada, vino a confirmar la mala noticia.

—¡Ya sé que no está! Por eso pregunto —exclamó el padre con uno de esos tonos que amargaban
la vida de la muchachita.

—¡La última vez estaba allí! —aseguró ella.

—Y, ¿cuándo fue la última vez? —preguntó Rigo esperanzado.

—Esta misma mañana —logró articular Maribel.

La nostálgica melodía arrancada a las cuerdasde una guitarra, vino a dramatizar más la situación.
Provenía del apartamento contiguo. Se trataba de la misma monótona tonada cuyas notas, desde hacia varios días, atravesaban inconsecuentes el panel que dividía la antigua casona. La música desvió por un instante la atención familiar en el problema.

—Si no fuera porque está aprendiendo, juraría que se trata de la música del mismísimo Manuel de Falla —exclamó irónico el padre, amante de la música clásica.

—¿Qué cosa es eso, Dios mío bendito? —preguntó Herminia, que en conocimiento musical no se quedaba atrás. La disonancia estaba absolutamente reñida con el espíritu de navidad y por lo pronto era como un insulto a la época y a la música. Sonaba tormentosa, alarmante, como la fuga de las notas de una bombona de gas. Era una especie de alarido de muerte, el balido de una de esas ovejas que se despeña por un precipicio.

A Maribel por su parte se le antojaba una tonada bonita, aunque la canción empezaba alegre y luego se tornaba triste.

—¿Qué sabe usted de música? —se rió el padre, pero ella seguía fascinada. Era una melodía pegajosa a pesar de sus defectos. Las manos del guitarrista rasgaban compulsivas, obsesionadas,
las cuerdas del instrumento.

—Desde que nos pasamos a esta casa no suelta esa guitarra —recordó Herminia despersonalizando su molestia. Como si la guitarra se tocara sola. Como si las manos que la tocaban no existiesen. —¡Con lo que me gustaba a mi esa canción!—se lamentó.

No hacia tanto tiempo de eso. Solo hasta hacía una semana habían logrado acomodar las últimas cajas de corotos con los que habían emergido al centro de la ciudad. La mudanza había sido todo un evento; una brisa de aire fresco. Y todo gracias al jefe de Rigoberto, el doctor Sierra, que promovió de puesto y aumentó el sueldo a su papá, considerando que tenía una gran familia y que hacía bien su trabajo en las oficinas del gobierno municipal. Era una lástima que un hombre tan simpático se hubiera metido en la política. Con lo peligroso que era expresar opiniones libremente en este país.

—Al guitarrista le conviene tomar lecciones y aprender un nuevo repertorio —se le ocurrió decir a Rigo, experto en materia de música.

—Es la mamá de Diego, la señora que toca la guitarra —informó Mandi.

—Y ¿quién es Diego? —preguntó Herminia.

—El hijo de la señora —respondió el niño.

Acababa de cumplir los 10 años y Armando o Mandi como siempre le habían dicho en casa, no había tenido nunca un amigo con quien compartir su necesidad de aventura. Si, conocía a Diego desde que los Morales se habían mudado a la casona, pero muchas veces el muchacho lo ignoraba, no le hacía caso. Era un par de años mayor y no quería saber de la gente menuda. Era un solitario. Mandi no desistía porque Diego compartía su gusto por las revistas de aventuras. En varias ocasiones el muchacho le había pedido prestado los cuentos pero a la hora de devolvérselos ni siquiera le había dado las gracias. Aún así lo había defendido un par de veces de los bravucones callejeros y por eso no había perdido la esperanza de tenerlo si no de amigo aunque fuera de aliado.

Mandi se había dado cuenta de que los hermanos Acevedo, a quienes había conocido porcasualidad en el colegio, eran también sus vecinos. Desde entonces había tratado de trabar amistad con ellos, pero no acababa de gustarle la manera como le hablaban. ¿Sería porque era más pequeño? Ellos eran uno y dos años mayor que él. ¿O sería porque tenían mejores juguetes? Siempre estaban a la moda. Sus ropas siempre nuevas. Como ellos, él también había querido tener una bicicleta, pero su papá había dicho que era aún muy pequeño y su mamá alegaba que era muy peligroso. Los Acevedo no se la dejaban manejar a menos que les diera dinero. Cuando él empezó a darles la cuota, y a rentarles las revistas de tiras cómicas, entonces si le pusieron más cuidado. La plata era la clave con ellos. Pero tan pronto se le acabó el billete que un día le sacó a su papá del bolsillo mientras dormía en el sofá, volvieron a tratarlo como a un extraño. Si hasta parecía que les caía gordo. El en cambio se sentía muy orgulloso cuando decían que eran sus amigos. Pero eso solo pasaba cuando llevaba plata. Los fines de semana, invariablemente, los Acevedo viajaban a su finca en un jeep de color verde. Mandi hubiera dado cualquier cosa por montar en ese jeep, de que lo invitaran. Pero la mamá de los chicos lo miraba como si tuviera piojos. No le gustaba que sus hijos se juntaran con gentuza, le habían dicho los muchachos. Y aún cuando se habían quedado huérfanos hacía poco, actuaban como si el papá no les hiciera falta. La mamá cubría por el difunto. Habían heredado una buena fortuna y aparte se habían librado de un dictadorzuelo.

Era esa libertad la que más atraía a Mandi. No tener que preocuparse por pedir, total, para que no le dieran.

—En la otra casa, la del río, el vecino le pegaba a la mujer —recordó Miriam de repente.

—Casi todas las noches —exageró Andreíta. Impresionada todavía, la niña recordaba los gritos
de la mujer y el llanto de las gemelitas, cuando el papá, un inspector de policía, llegaba borracho
a descargar sus frustraciones con su esposa. Herminia creía que la mujer era de una mejor familia y por tanto más fina que el hombre, cuya cara estaba marcada por la viruela. La niña no entendía como era que una persona pudiera golpear a otra con quien se había casado. A lo mejor el hombre no quería a su esposa, o lo que era peor, tuviera otra mujer.

—¿Qué tiene que ver eso con la música? — preguntó Rigo extrañado por la conclusión de su hija. Para él, la música era tan exacta como las matemáticas. Cualquier variación resultaba una blasfemia.

—Porque no se sabe qué es peor, si el llanto de una persona maltratada o el de una guitarra maltocada —interpretó Herminia recordando con lástima a la pobre mujer aquella víctima del abuso físico y verbal de su marido. Su impotencia y la de sus hijos cuando el borracho inspector aquel de la policía, dos veces la edad de aquella joven, demasiado bonita y fina para su conveniencia, llegaba a maltratarla delante de las dos pequeñas. Nunca podría entender lo que había en la mente de aquellos hombres que no veían más allá de su amargura.

—¡Necesito que aparezca la máquina de escribir! —Rigo levantó la voz, enfocando otra vez en el problema a su familia. ¡Tengo que hacer una carta antes de volver al trabajo!

—Pregúntele a mi mamá, —dijo Mandi, tratando de desviar la mirada de su papá— ella es la que guarda las cosas.

—¡Vean a este mocoso! ¿Para qué quiero yo una máquina de escribir?

—Como que usted hiciera sopa con letras —apuntó Maribel buscando aplacar la tensión general.

Nadie rió y se hubieran lanzado en busca del objeto perdido, pero el sonido del timbre de la puerta interrumpió toda acción individual y colectiva.

Capítulo II

Viajar es recordarse a sí mismo. (Albert Camus)

—¡Tía Marina! —exclamaron jubilosos. Los chicos se habían apoltronado en uno de los balcones para disfrutar del familiar espectáculo.

La joven mujer, cargada de niña y bolsas pagó al exhausto chofer que plantó en el suelo dos maletas y una caja de cartón. Los chicos se lanzaron escalera abajo para recibir a Marieta, su primita. En medio del alboroto y la curiosidad por saber el contenido del gran paquete, olvidaron ayudar a la tía con los morrales. Un dulce aroma a mango escapó de la caja.
¡Mangos! La esencia de la fruta que inauguraba oficialmente las fiestas navideñas.
Apostado en uno de los nueve balcones de la casona, seis de los cuales eran ahora privilegio de los Morales, Rigoberto observó a su familia. Entre contento y preocupado, midió un espacio de tiempo para llamar al orden, continuar la bienvenida, ayudar con las maletas y exigir entre paréntesis a los chicos le dieran razón de su máquina de escribir pues ya empezaba a ponerse nervioso.
Mientras la despojaban de sus apéndices de viaje, le explicaron entre una y mil historias a la tía lo de la misteriosa desaparición de la underwood.
—¿Qué pasó? ¿Se entraron los ladrones? —preguntó la tía dramáticamente. Relevada finalmente de la carga, la tía Marina comenzó a desempacar, con la ayuda de su hermana, la de cosas interesantes pero innecesarias que se le ocurría traer en sus vacaciones.
—Maribel es la única que usa la underwood, aparte de mi papá —le comentó Andreíta arrebatando casi, de las manos de su tía, la ansiada caja de arequipe y las naranjas dulces.
—¿La qué mija? Marina trató de entender a la chiquilla que como mosquita revoloteaba al paso. En su mente ella revisaba su larga lista de novedades, luchando
por acordarse si le habría dejado los uniformes planchados en el escaparate a su marido. Hacía ya tres años que se habían ido, cuando los gringos dueños de la fábrica de Maizena la habían trasladado al conglomerado de productos alimenticios a la gran ciudad y se habían llevado con ellos a sus mejores empleados. La empresa no solo había pagado por la mudanza, sino que les había construido casa, y las generosas prestaciones sociales, (en un país donde la explotación laboral era aún el modus vivendi), eran la envidia de la gente.
—El pobre, parecía más contento que nunca con sus vacaciones de soltero —suspiró la tía, que no quería siquiera imaginar que Gustavo se sintiera abandonado. El hombre, una versión criolla de Kirk Douglas, era un marido muy considerado y un padre ejemplar. Lo más importante era que Gusi era dueño absoluto de toda la confianza de
Marina.
—La máquina de escribir, tía —Miriam recordó la realidad del asunto familiar más cercano a su tía. Esperaba rendir con ello cuenta suficiente como para librarse de toda culpa y evitar, de paso, participar en la búsqueda de una cosa que —ella sabía— ya estaba perdida. Además, en una casa sobrepoblada donde surgían a diario tantos problemas, lo mejor era volar bajito para evitar momentos como aquel. De todas formas exclamó:
—!Pregúntele a Maribel!
—¡Pero yo no sé donde está! —aseguró Maribel enfatizando cada una de sus palabras, esperando dejárselas grabadas en la cabeza a su metiche hermanita. Estaba cansada de ser blanco de las sospechas y la responsable de todo lo que no estaba claro en aquella casa. Solo por la mala suerte de ser la hermana mayor.
—¡Dejen descansar a su primita! —demandó la tía, interrumpiendo a Mandi que exprimía los cachetes de Marietica como si fueran naranjas.
—¡El viaje en bus ha sido muy largo! —les explicó.
Después de intercambiar efusivos saludos,Rigoberto se resignó a terminar su almuerzo sin la familia y en vista de que todos los demás miembros del clan habían optado por el festín de mangos, recogió sus papeles y decidió irse a la oficina.
—Si no aparece la máquina, ¡olvídense del Niño Dios! —fue su ultimátum.
—¿No será que la habrán prestado y no se acuerdan? —Marina especuló con su habilidad para llegar a conclusiones con el mínimo de evidencias. Andreíta y Miriam la auxiliaron con los tacones. Las niñas sacaron las trajinadas chanclas de la tía de uno de los compartimientos de la gran maleta.
—Maribel se la prestó a Margarita Giraldo —recordó Mandi con diligencia.
—¡Eso fue el año pasado y ella vino aquí a la casa! —protestó la chica ofendida.

—Pues a buscarla mi querida —le advirtió su mamá haciendo espacio en el mueble para que su hermana acomodara su ropa y los juguetes de su sobrina Marieta. La chica salió indignada del cuarto.

—No me pongas todo en las gavetas —le pidió Marina a su hermana—. Me resulta más práctico tener todas las cosas en las maletas. Además, ¿para qué vamos a desvestir un santo para vestir otro, ¿no? —La carcajada de su hermana menor anunció a Herminia que la habitación acababa de ser declarada zona de desastre.

—Mejor que su papá encuentre la máquina en su sitio cuando regrese de la oficina —escucharon decir a su mamá por enésima vez.

Maribel dibujaba ahora en un cuaderno, sin resignarse a aceptar una responsabilidad que había terminado por recaer automáticamente sobre ella. ¿Qué había pasado con la underwood? ¿Se la habrían robado realmente? ¿Cómo había entrado el ladrón sin que lo notara tanta gente en casa? ¿Por qué no se había llevado otras cosas valiosas?
¿Cómo probar que ella no tenía que ver con la desaparición de la máquina? ¡Si ella la necesitaba tanto o más que nadie!

Los ventanales que circundaban el cuarto de la biblioteca permanecieron cerrados esa tarde. La penumbra se revistió de oscuridad. La única luz disponible, producto del sol del atardecer, entró en forma de rayos luminosos por la media docena de rendijas que calaban los postigos de las puertas. Las sombras cubrieron las paredes de un aspecto misterioso.

Desde que habían llegado al centro, la familia recibía pocos visitantes. Aún cuando no quisiera admitirlo, Maribel extrañaba de vez en cuando la popularidad que habían gozado los chicos y grandes en el antiguo vecindario. Sus padres, porque eran una pareja joven y bien parecida, ambos elegantes a pesar de la estrechez. Porque a pesar detodo eran un modelo de familia en un lugar donde la tendencia era a la orfandad por uno u otro motivo.

Ayudaba mucho además, el hecho de que su padre se las arreglaba para recurrir a los pequeños lujos, como la música o como el invento que le daba nuevo status a la gente: la televisión. Ellos eran en cierta forma un centro comunal, donde sus amigosy familiares podían encontrar una biblioteca con los clásicos y una enciclopedia; el maravilloso sonido de los hits internacionales en la voz de Nat King Cole, Lola Flores o Lucho Gatica, los primeros pinitos del Tío Alejandro en la cultura nacional y en la pantalla con los encanecados de turno: Lassie, Perry Mason, Papá lo sabe todo, Investigador submarino, Pájaros de Acero, etc.

Gracias a la habilidad de su madre como modista y peluquera, por su casa desfilaban las mujeres de todos los niveles que ayudaban a compensar el salario de su padre. La suerte en las aventuras comerciales de su padre, que una vez se había dedicado a transportar mercancía importada de la costa y de la capital, había traído, procedentes del mundo entero, los exóticos objetos y prendas que la madre guardaba ahora en un museo personal y que a veces vendía para remediar alguna que otra necesidad.

El centro de la ciudad les había cambiado radicalmente el estilo de vida. Ahora, rara vez la sala cumplía funciones sociales, y a no ser por las visitas de familiares más cercanos, los amigos parecían haberse alejado de “los nuevos ricos”. Los conocidos
que se encontraban en la calle, por casualidad, camino al trabajo o a la escuela, les saludaban desde lejos. El escaso número de amigos y familiares que continuaban frecuentando a los Morales,era de confianza suficiente como para esquivar los rituales y ceremonias en que a veces caían los adultos.

Una reunión de hombres consistía en fumar o tomar cerveza mientras se hablaba de fútbol o de política (dependiendo del grupo) hasta avanzadas horas de la noche. Los amigos de su papá, casi siempre compañeros de trabajo, no pasaban de la sala: Después de saludar a regañadientes, actuaban como si no existiera nadie más en la casa. Les resultaba más cómodo ignorar a la familia.

En cambio, las mujeres escogían concentrarse en otros cuartos más accesibles a las tareas de la madre, el cuarto de costura o la cocina. Herminia siempre estaba en movimiento, siempre aplicada en los quehaceres de la casa. Siempre en constante orbita en torno a las cosas.

Desde los —por lo menos— 20 viajes del tortuoso coroteo (tirado por un lánguido corcel en la carretilla de un zorrero), la atmósfera de la casona había sido una continua actividad. Cuando no el revuelo en la cocina, entonces en el comedor a la hora de las comidas, o en el patio cubierto en momentos de los juegos o el descanso. Temprano en la mañana, hasta tarde en la noche, la radio llenaba el aire casero de noticias, novelas, y programas cómicos o musicales. La televisión ocupaba menos tiempo, sobre todo cuando los chicos estudiaban. Entonces se empleaba el tiempo en las tareas escolares, luego un programa o dos y a la cama.

Las ondas radiales rendían culto en aquellosdías, al aventurero espadachín que cabalgaba poruna hora al mediodía, recorriendo los enormes corredores de la casa o trepando la cima de la escalera de caracol con la agilidad de los trapecistas: Kadir, el árabe. Maribel podía verlo entre las sombras, cambiando el negro antifaz, ocultando su blanquísima capa en la pieza del rebrujo como llamaba su madre al cuarto de planchar, para, como hacen los héroes, pretender que era un ser débil y ordinario.
Detrás de esa voz fingida y afectada ella adivinaba el secreto del valiente que desafiaba la tiranía, hacía justicia y defendía la verdad en un mundo lleno de gentes oprimidas.

Maribel había sucumbido a la seducción de las lecturas. Había descubierto el placer y la sensación de libertad que no le proporcionaban las estrictas reglas familiares y sociales a los de su generación y que vedaban parte del mundo exterior como no fuera en compañía de un adulto. El espacio que contenía la biblioteca se había expandido desde la mudanza. A la ya extensa colección de revistas de Herminia, se habían añadido los libros juveniles ilustrados, la nueva enciclopedia y el resto de clásicos que Rigoberto había logrado reunir con el paso de los años. Maribel misma comenzaba a contribuir pidiendo a los mayores le obsequiaran ediciones baratas en lugar de juguetes o prendas de vestir.

A la sección de música se agregaban los discos que coleccionaba el padre, los que apasionaban a la madre, las orquestas, los cantantes y los tríos. En otra, las contribuciones de la tía, en forma de valses y rancheras mexicanas. Más escasos pero de genial presencia, los discos infantiles, los cantantes favoritos de los chicos en español, francés, inglés y portugués. Menos numerosa pero más selecta, la colección de música clásica e instrumental.

—Todo eso para ustedes —decía Rigoberto señalando extensiones de tierra imaginaria, de esa “herencia millonaria” que, con excepción de a Maribel, sonaba a la última locura.

Hasta el momento sin embargo, nadie había demostrado el grado de apreciación musical o dramatismo melómano que emanaba de su padre. Con la parsimonia de un sumo sacerdote, su padre tomaba aquella especie de plato pagano con el mensaje de las musas entre sus manos, para colocarlo ritualmente en el tocadiscos. Transformado momentáneamente en director de orquesta, escuchaba el afinar de los instrumentos esperando con satisfacción infinita el brote de las primeras notas. Como si hubieran cobrado forma material, las seguía con la vista desplazándose por el espacio de la sala, para finalmente exclamar:

—¡Escuchen eso! ¡Esa es la música! —y señalaba las ondas sonoras invisibles, como si fueran mariposas cósmicas provenientes del universo. Aquella especie de baile arquitectónico le hacía recordar a Maribel la relación que había encontrado entre los siete planetas, los siete colores y las siete notas musicales cuando buscaba la clave que le permitía cruzar el puente de las ilusiones.

Hipnotizada, Maribel miraba a su papá, como aprendiz de brujo esperando de los niños la señal, de que, como él, detectaban la belleza del sonido y ella, sin saber cómo expresarlo, como no fuera con la mayor atención y con su mejor sonrisa. Luego, como Moisés descendiendo del Sinaí, Rigoberto emergía iluminado de la montaña, sorprendiendo a su reducida audiencia. A las secciones de música seguía invariablemente la siesta de los sábados, cuando acostado en el sofá, como Lorenzo el de Pepita, se acomodaba en su tan-ansiado-durante- toda-la-semana mueble favorito.
Buscando embriagarse con las tiras cómicas, los chicos esperaban confirmar con Mandrake, si realmente los dioses del Olimpo habían sido extraterrestres, o si Dick Tracy sería rescatado del cañón en donde lo habían lanzado unos mafiosos, o si el tesoro en la cueva de la calavera era parte del legado que Carlomagno le había dado a un antepasado del Fantasma.

A Maribel le preocupaba particularmente aprender las tácticas de Perry Mason, el abogado de la tele que avasallaba a los culpables a preguntas hasta que estos, cansados, confesaban haber cometido el crimen. Asumir la responsabilidad era parte del arrepentimiento. Y como el detective chino, Chan Li Po, todo el mundo esperaba que Quien mal anda, mal acaba.

El cuarto de la biblioteca era en efecto, el único lugar de la casona en donde podía gozar de tranquilidad completa. Por lo menos durante ciertas horas. Momentos por ejemplo en que la actividad de los demás estuviera concentrada en otros sitios de la casa. De esta manera Maribel había comprobado que era el sitio adecuado para pensar, leer, estudiar, dibujar, escribir o buscar solución a sus problemas. Era así, en el sitio del librero en la casa del rio, como había descubierto el modo de cruzar el espacio que conducía a la ficción, y donde las fantasías podían convertirse en realidad.
Así como había conocido a Chichigua, el duendecillo tímido y Dientelargo, el duende gruñón, el mundo de los gnomos, a Agmmandiel, y a Akum en la montaña mágica.

La confusión que había precedido a la mudanza, la había desconectado de Agmmandiel, su amigo imaginario, su guía espiritual. Desde entonces le resultaba difícil concentrarse para invocar al espíritu del niño indígena. Creía sentir la presencia del duende o silfo, irónicamente, cuando la vecina tocaba la guitarra. Pero desde que había llegado a aquella casa se preguntaba si toda su experiencia con Agmmandiel y su visita a la Montaña no habrían sido cosa de la imaginación, o en realidad, producto de sus sueños. Iba a cumplir los doce años y estaba dejando de ser niña. Deseaba, más que nada en el mundo, una vida normal y como le aconsejaban constantemente sus padres y maestras, poner los pies sobre la tierra.

En aquel preciso instante sin embargo, su necesidad ameritaba un esfuerzo, para comprobar si Agmmandiel, como en el pasado, acudiría en su ayuda.